“Los idiomas son un reflejo de la inmensidad de las costumbres y las formas de vida que constituyen el mundo, son como ventanas a través de las cuales las poblaciones humanas ponen el universo en palabras. La pérdida de una lengua significa, por lo tanto, la pérdida de una visión del mundo: un empobrecimiento y un empequeñecimiento de la inteligencia humana»,
Lenguas vivas… lenguas muertas, en Observatorio Atrium Linguarum
«Hace algunos años tuve la gran suerte de asistir a una conferencia pronunciada en el Instituto Italiano para los Estudios Filosóficos de Nápoles por el nunca suficientemente llorado Luigi Firpo. Cuando nos disponemos a verificar las competencias de nuestros alumnos de instituto, decía más o menos Firpo, nos encontramos en la misma situación que un directivo de una empresa que, necesitando una secretaria que sepa inglés, publica un anuncio en el periódico. Al día siguiente se le presenta una señorita, que sostiene -avalando con documentos su declaración- haber estudiado el inglés durante cinco años, haber asistido a clases de inglés unas cinco horas a la semana, y haber estudiado esa lengua en casa una hora durante todos esos años. El industrial, contentísimo, está seguro de haber encontrado una experta, que domina realmente el londinense como su propia lengua materna. Así que, sólo por el gusto de escuchar la pronunciación británica, que imagina perfecta, le pide a la simpática señorita que hable un poco en inglés. Aquella, por toda respuesta, indignada, lo mira como a un bicho raro, y con cierto aire de irritación sostiene resueltamente que ella no ha oído jamás decir, en sus cinco años de estudio, que se pueda llegar al nivel de poder hablar un buen inglés, si uno no ha nacido en Inglaterra. “Perdóneme, señorita -replica el potencial patrono- ¿pero si estuviese aquí un inglés para hablar con nosotros, usted podría hacerme de intérprete y traducirme sus palabras?”
“¡Ni lo sueñe! ¿Pero no se da cuenta que sus exigencias son inverosímiles?” “¿Sabe escribir cartas en inglés?” “¡En absoluto! Sería una operación incorrecta, que daría lugar a una lengua artificial, tachada de extraña por los hablantes nativos.” “¿Pero sabrá por lo menos leerme un texto en inglés?” “¡No, no y no! La traducción es un trabajo exigente, difícil, que requiere ponderación, análisis de cada palabra, atención detallada y una revisión minuciosa…” “Bueno, en fin, señorita, ¿me quiere decir que es lo que sabe hacer usted?” “Lo que me han enseñado: si usted me da un texto de una decena -un docena como máximo- de líneas y no excesivamente difícil, me concede al menos un par de horas, me proporciona un buen diccionario en el que haya un considerable número de ejemplos, entre los cuales yo pueda encontrar al menos un par de frases para traducir directamente, y tiene la suficiente tolerancia para aceptar tres o cuatro errorcetes, estaré en disposición de traducirle el texto. ¡En nuestra escuela eso era lo que se entendía por ‘saber inglés’!”
Claro está que no hablamos latín, pero muchas lenguas, en función de su vigencia, de él conservan muy similares quehaceres expresivos, retóricos, sintácticos y estilísticos. Yo me atrevería a aseverar que la consistencia intelectual de nuestra habla (el español) y la capacidad de pensar o no ciertas cosas están estrictamente relacionadas con el griego y el latín.
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El latín o el griego, por bien que muertos, son lenguas cuyo legado bibliográfico ha dado pie a no sé cuántos proyectos culturales y civilizantes. Y todavía tienen para más. La vida de un hombre no sería suficiente para leer y entender a satisfacción los pocos libros que se nos conservan, y ya son muchas las generaciones que, convencidas de la importancia de los clásicos, los han estudiado y traducido.
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Cuando se nombra al Latín y el Griego como ‘lenguas muertas’, Carmen Belmonte asegura que «nosotros aquí las estamos haciendo cada vez más vivas. Las clases las doy en Latín y llevo ya siete años con este método que me está dando bastantes buenos resultados pese a que es una elección metodológica que yo he hecho con un poco de riesgo».
Lenguas clásicas, ¿lenguas muertas?, Café literario, Septiembre 2007
Hay lenguas muertas que gozan de muy buena salud. Este dicho tan contradictorio se puede aplicar a las lenguas de la Biblia (hebreo, arameo, griego) y a las de sus traducciones antiguas: latín y griego, latín y siríaco especialmente.
Conocer una lengua antigua implica no sólo conocer su gramática, sino la cultura, los sentimientos, los valores, la vida en suma, de aquellos que la hablaron. Es magnífico cuando en alguna gramática el autor comenta: “tal expresión se dijo seguramente apuntando con el dedo a su interlocutor o mirándole desafiadamente”. Ocurre al filólogo de las lenguas clásicas y semíticas lo que al historiador: éste no sólo sabe datos y hechos, sino que realmente conoce y vive entre aquella gente y aquellos acontecimientos; entonces la historia que nos narra no es historia muerta, sino que entra y enlaza con nuestra propia historia, la que estamos viviendo. Así le ocurre al biblista, que en su lectura da vida a la lengua muerta, la resucita verdaderamente.
Enlaces
Atlas interactivo de la Unesco sobre los Lenguajes del mundo en Peligro (Ingles)
Mapa completo de la Unesco (PDF)
Mapas de las lenguas en el mundo de Ethnologue (versión Web)
L’aménagement linguistique dans le monde
Programas fundamentales para la investigación de los lenguajes